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Tecnocratismo boloniano

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Los más patrióticos seres españoles y aquellas y aquellos que todavía hoy añoren la caspa franquista de los años 60, oirán en la palabra tecnócrata un sonido de crecimiento económico y aumento del nivel de vida. Un momento en el que el régimen pareció abrirse en libertades. Nada más lejos de la realidad. Es cierto que hubo crecimiento, pero el autoritarismo siguió campeando a sus anchas por la península hasta la gloriosa muerte del dictador.

Más adelante, el tecnocratismo –regido por el principio de la efectividad- impregnó todos y cada uno de los rincones de la vida económica de la inaugurada sociedad de consumo, sintonizando a la perfección con las aspiraciones del capitalismo de mercado y, aún a día de hoy, continua ese auge tecnocrático en todos los niveles de la vida. Un claro ejemplo es el caso de los nuevos planes para la enseñanza universitaria. Al parecer, aquellos que controlan los mandos de la economía han decidido que la producción universitaria era ineficiente; que no se trabajaba lo suficiente que las universitarias y universitarios sólo perdían el tiempo, estudiando, sí, pero ¿pensando?

La sociedad es, a día de hoy, gobernada por criterios técnicos, porque son ellos los que nos permiten ser eficaces. Y ¿quién no quiere ser eficaz? Ello supone utilizar pocos recursos y conseguir un objetivo satisfactorio. La teoría, así, es condenada al ostracismo. Lo importante es pensar las cosas el menor tiempo posible, porque “el tiempo es oro”, y, en esta sociedad de las prisas continuadas, un segundo perdido es un segundo desperdiciado, muerto. Por todo ello, carreras como filosofía, filología o historia están destinadas a desaparecer de la faz universitaria. Licenciaturas en las que los estudiantes se dedican a pensar, a reflexionar sobre el pasado y sobre las diferentes formas de entender la vida. La pregunta que parecen haberse hecho los tecnócratas es ¿para qué?

¿Para qué? La finalidad, la productividad, de nuevo, una vez más. Con la eliminación progresiva de la filosofía –ciencia de ciencias, disciplina de disciplinas, saber de saberes-, la humanidad parece estar condenada a su eterno fracaso, en términos morales. Una sociedad que no se detiene a pensar un solo minuto, sino que, es más, considera que reflexionar acerca de su propia vida, el no hacer nada, es “perder el tiempo”, no es una sociedad democrática, ni mucho menos. El Estado quiere cuerpos de dóciles esclavos y lo cierto es que lo está consiguiendo, priorizando la práctica y condenando la reflexión crítica hacia el infinito.

¿Qué hacer ante esta situación de apariencia catastrófica? No dejarnos engañar. Luchar por el hecho de que las Humanidades no desaparezcan de los planes, porque lo cierto es que lo están haciendo, y cada vez más nos obligan a desplazarnos hacia disciplinas orientadas al mercado: las que venden realmente. Cabe cambiar la pregunta ¿para qué? por un ¿por qué? Y ese porque no puede responderlo otro por nosotros, porque debe ser nuestra decisión. La precariedad en los campos que atañen a las humanidades es cada vez mayor, y con ello, el tecnocratismo se ve reforzado continuamente. Un criterio uniformador de conciencias y obediencias que no hace más que reforzar la idea de que existen elementos fascistas presentes en toda sociedad democrática, como ya reflexionaron en su día los investigadores de la Escuela de Frankfut.