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¿Por qué no igualar los salarios

En cierta ocasión, un compañero –fanático futbolístico, todo hay que decirlo- me dijo que la ausencia de impuestos a los futbolistas era una medida positiva porque atraía a los mejores del mundo y creaba riqueza para el país. Me quedé a cuadros. Si el salario multimillonario de Cristiano Ronaldo me beneficia a mí en algo que me lo expliquen. ¿A quien puede generar riqueza los sueldos de las estrellas, el de aquellos que ganan lo que no ganará un obrero en toda su vida, siendo su producción y su esfuerzo bastante mayor? No sé si mi indignación estará justificada, pero es que no acabo de entender como muchos no acaban de abrir los ojos (en un país sumido en una grave crisis económica, con millones de trabajadores en el paro) ante la injusticia de los salarios. ¿Qué iluso decretó la abolición de las clases? ¿Acaso no siguen perteneciendo los futbolistas, los artistas y los políticos –entre otros- a las “altas esferas”?

Los economistas toman por máxima irreprochable que ciertas tareas deben implicar mayores sueldos que otras. La tesis que defiendo se opone a esa afirmación. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que, como decía Proudhon, «la desigualdad de facultades es la condición sine qua non de la igualdad de las fortunas». El artista, el médico, el arquitecto o el hombre de Estado son apreciados en razón de un supuesto mérito superior al resto de trabajadores, y este mérito dilapida toda igualdad entre ellos y las demás profesiones. Ante las manifestaciones elevadas de la ciencia y el genio, desaparece la igualdad. Estamos en la sociedad del mérito, de la comparación, del llegar a lo más alto pisando a los otros. Y así nos va.

Uno de los argumentos que suelen utilizar los defensores de la desigualdad de salarios es que los que han estudiado tienen que cobrar más, lo cual no deja de ser una contradicción. Si estudiamos, no debería ser por lograr un mayor salario en el futuro, sino por ejercitarnos en la tarea que más nos complazca. Pero resulta que la carencia de lógica se aplica en cuestión de profesiones. Las carreras de humanidades, las que resultan “poco productivas”, son escogidas por estudiantes que generalmente aspiran a trabajar en algo que les motive de verdad, pero mucho les costará encontrar trabajo bien remunerado. En cambio, los estudiantes de económicas o ciencias, muchas veces motivados por un ansia de dinero fácil, por la ambición y una vida acomodada, verán en los estudios un mero puente aburrido aunque necesario para lograr sus planes de futuro. Es así como se convertirán en los próximos dominadores, situándose en la cúspide de los salarios altos.

Lo triste es que el hecho de trabajar en lo que realmente nos satisfaga se contemple como algo utópico en una sociedad que ve la competitividad de los seres humanos como algo natural. Pero en realidad, esa competencia continuada no es sino la causa de muchos de los males que ahora nos azotan. El ansia de poder, la desigualdad, la poca solidaridad entre personas, la pérdida de humanidad. Son lastres generados por el darwinismo social contemporáneo.

Y es que, mientras el médico o el funcionario producen poco y tarde, la producción del obrero es más constante y sólo requiere el transcurso de los años. Además, es un error el considerar más útil la función del médico o la del economista al del trabajador de una fábrica de montaje. Sin la labor de este último, no nos llegarían los alimentos, ni tampoco los vestidos, que requerimos para la vida diaria. Por otro lado, no se tiene en cuenta tampoco, bajo el sistema actual, el hecho de que el talento y la ciencia de una persona es el producto de la inteligencia universal, acumulada por multitud de sabios. Todos los trabajadores están asociados, ninguna labor es independiente de otra, porque todos precisamos de la producción que se realiza en diferentes labores. El conocimiento no debería determinar los honorarios, sino un equilibrio entre éste, el esfuerzo realizado y la utilidad del producto producido.

De ahí deducimos que, si el sueldo del obrero descualificado aumentara, y el del funcionario o ministro decreciera, hasta llegar a un equilibrio normal, incluso llegándose a equiparar, no sólo desaparecería la desigualdad, sino que seguramente aumentarían los puestos de trabajo, los subsidios o las ayudas sociales. La pregunta es: ¿realmente están algunos dispuestos a reducir su salario y poner en peligro su pertenencia a las altas esferas?

¿Acaso el ministro debe cobrar más que el carpintero, cuando éste último produce mucho más y su labor es seguramente de mayor utilidad? ¿Por qué un futbolista cobra millones, y un abogado medio, que defiende a las personas ante la justicia, no le llega ni a la suela de los zapatos en cuestión de salario? Quizás así, los políticos no se moverían tanto por el ansia de poder y el interés como por una necesidad real de querer el bien de la comunidad. Algo funciona mal, la riqueza del país no se está distribuyendo de manera igualitaria. Y ninguna sociedad será libre si la igualdad, la equidad y la justicia no florecen en todos los campos y en todos los rincones.

El mundo está loco, loco, loco

En El mundo está loco, loco, loco el genial Stanley Kramer retrataba la esencia de la sociedad con una serie de situaciones cómicas y realistas en las que queda patente lo irrisorio de la condición humana. Es cierto, todos albergamos a un loco en nuestro interior, pero, sin lugar a dudas, en los últimos tiempos se están dando situaciones –quizás provocadas por la crisis capitalista que aún nos hace cometer más locuras- que servirían de argumento perfecto para otra película de Kramer. Para facilitarle el trabajo, haremos una especie de diversas propuestas que motivarían el hilo conductor, o que incluso podrían alternarse durante la trama.

En primer lugar, el protagonista de la cinta podría ser, por ejemplo, Evo Morales. Como todas las historias que propondré, es el típico perdedor al que le pasan cosas graciosas. Eterno candidato al premio Nobel de la Paz por su lucha en defensa de los derechos de los indígenas latinoamericanos, verá como año tras año, se lo arrebatan. Hacia el final de la cinta, llegará un tal Obama al poder en Estados Unidos (sic) y recibirá el Nobel de la Paz. Acto seguido, Morales, abatido, se suicida ofreciéndose a los matones de las grandes empresas y a los espías internacionales, que llevan tiempo pugnando por su cabeza. La reflexión del espectador en este punto debería ir en sentido de preguntarse: ¿y por qué no le han dado el premio al pobre de Evo? ¿O a Piedad Córdoba, clave en la liberación de rehenes de las FARC, en Colombia, por ejemplo? ¿Por qué el Nobel se sustenta en promesas y no acciones y es otorgado al presidente de la potencia que más potencial armamentístico ostenta de la comunidad internacional? En fin, y cosas así.

En una versión a la española, el protagonista podría ser el pijo de Ricardo Costa. La película se centraría en la lucha de un hombre contra todo por conservar su cargo de poder, los relojes caros y otros favores sexuales varios. Y es que el bueno de Ric se ha negado a dimitir. Como las garrapatas, le han tenido que despegar de su cargo a base de mano dura. Y mira que a la dirección nacional del PP le ha costado. El más bueno aún de Camps tampoco quería cesarlo, en un acto de cobardía política injustificable. ¿Por qué será? ¿Quizás tema que la ley del efecto dominó se imponga en su partido y en su provincia? En este caso, sin embargo, lo más cómico de la cinta sería ver como el electorado valenciano sigue empecinado, a pesar de todos los escándalos de corrupción, los Bigotes, los pijos, las empresas estafadoras y los Don Vito’s que pululan por nuestro territorio, en votar al Partido Popular. En este caso, la moraleja sería clara: la democracia en Valencia no funciona. Quizá sea un defecto mental, pero lo cierto es que, cuando la corrupción se perpetua en el poder, hay que hacer algo más que votar cada cuatro años. ¿Realmente funciona la democracia como mejora de la voluntad social?

La última propuesta estaría más destinada al público joven. Su protagonista podría ser una de las hijas góticas de Zapatero que, desencantada con una sociedad que se ríe de ella por ir a una cumbre en la ONU vestida libremente, decide darse a la bebida para sustraerse de un mundo que no va con ella. En una de esas, se vería envuelta en un disturbio frente a la Policía, como el que hubo en Pozuelo hace un mes o así. Ella estaría en primera línea, lanzando botellas de cristal a los antidisturbios y acabaría en comisaría tras incendiar un cuartel de la Guardia Civil. Esta cinta sería más independiente, relataría la comicidad que se esconde detrás del hecho de que ahora, en vez de protestas sindicales por la bajada de salarios, la violencia provenga de una juventud acomodada y pija, pero alcoholizada.

El Sistema ha terminado por fabricar engendros que bien podrían semejar su propia autodestrucción. Los nuevos anarquistas ven Física o Química, compran en Zara y entre sus temas más importantes de conversación se hallan el fútbol, las chicas y las depilaciones, en ese orden. La contundencia visual de las imágenes que esta película mostraría serviría también para mandar un mensaje a las fuerzas policiales y represivas: “Si véis que la gente está bebiendo a gusto, ahí, que son fiestas en el pueblo y es normal que se arme jaleo… No hagáis nada, que al final algo terminará ardiendo”. Ahora la juventud no se rebela contra la guerra de Afganistán, el caso Gürtel o los asentamientos judíos, sino contra el hecho de que no les dejen pegarse la fiesta. En fin, que “la botella de whisky, ni tocarla” (sic).

El mundo está loco, loco, loco

En El mundo está loco, loco, loco el genial Stanley Kramer retrataba la esencia de la sociedad con una serie de situaciones cómicas y realistas en las que queda patente lo irrisorio de la condición humana. Es cierto, todos albergamos a un loco en nuestro interior, pero, sin lugar a dudas, en los últimos tiempos se están dando situaciones –quizás provocadas por la crisis capitalista que aún nos hace cometer más locuras- que servirían de argumento perfecto para otra película de Kramer. Para facilitarle el trabajo, haremos una especie de diversas propuestas que motivarían el hilo conductor, o que incluso podrían alternarse durante la trama.

En primer lugar, el protagonista de la cinta podría ser, por ejemplo, Evo Morales. Como todas las historias que propondré, es el típico perdedor al que le pasan cosas graciosas. Eterno candidato al premio Nobel de la Paz por su lucha en defensa de los derechos de los indígenas latinoamericanos, verá como año tras año, se lo arrebatan. Hacia el final de la cinta, llegará un tal Obama al poder en Estados Unidos (sic) y recibirá el Nobel de la Paz. Acto seguido, Morales, abatido, se suicida ofreciéndose a los matones de las grandes empresas y a los espías internacionales, que llevan tiempo pugnando por su cabeza. La reflexión del espectador en este punto debería ir en sentido de preguntarse: ¿y por qué no le han dado el premio al pobre de Evo? ¿O a Piedad Córdoba, clave en la liberación de rehenes de las FARC, en Colombia, por ejemplo? ¿Por qué el Nobel se sustenta en promesas y no acciones y es otorgado al presidente de la potencia que más potencial armamentístico ostenta de la comunidad internacional? En fin, y cosas así.

En una versión a la española, el protagonista podría ser el pijo de Ricardo Costa. La película se centraría en la lucha de un hombre contra todo por conservar su cargo de poder, los relojes caros y otros favores sexuales varios. Y es que el bueno de Ric se ha negado a dimitir. Como las garrapatas, le han tenido que despegar de su cargo a base de mano dura. Y mira que a la dirección nacional del PP le ha costado. El más bueno aún de Camps tampoco quería cesarlo, en un acto de cobardía política injustificable. ¿Por qué será? ¿Quizás tema que la ley del efecto dominó se imponga en su partido y en su provincia? En este caso, sin embargo, lo más cómico de la cinta sería ver como el electorado valenciano sigue empecinado, a pesar de todos los escándalos de corrupción, los Bigotes, los pijos, las empresas estafadoras y los Don Vito’s que pululan por nuestro territorio, en votar al Partido Popular. En este caso, la moraleja sería clara: la democracia en Valencia no funciona. Quizá sea un defecto mental, pero lo cierto es que, cuando la corrupción se perpetua en el poder, hay que hacer algo más que votar cada cuatro años. ¿Realmente funciona la democracia como mejora de la voluntad social?

La última propuesta estaría más destinada al público joven. Su protagonista podría ser una de las hijas góticas de Zapatero que, desencantada con una sociedad que se ríe de ella por ir a una cumbre en la ONU vestida libremente, decide darse a la bebida para sustraerse de un mundo que no va con ella. En una de esas, se vería envuelta en un disturbio frente a la Policía, como el que hubo en Pozuelo hace un mes o así. Ella estaría en primera línea, lanzando botellas de cristal a los antidisturbios y acabaría en comisaría tras incendiar un cuartel de la Guardia Civil. Esta cinta sería más independiente, relataría la comicidad que se esconde detrás del hecho de que ahora, en vez de protestas sindicales por la bajada de salarios, la violencia provenga de una juventud acomodada y pija, pero alcoholizada.
El Sistema ha terminado por fabricar engendros que bien podrían semejar su propia autodestrucción. Los nuevos anarquistas ven Física o Química, compran en Zara y entre sus temas más importantes de conversación se hallan el fútbol, las chicas y las depilaciones, en ese orden. La contundencia visual de las imágenes que esta película mostraría serviría también para mandar un mensaje a las fuerzas policiales y represivas: “Si véis que la gente está bebiendo a gusto, ahí, que son fiestas en el pueblo y es normal que se arme jaleo… No hagáis nada, que al final algo terminará ardiendo”. Ahora la juventud no se rebela contra la guerra de Afganistán, el caso Gürtel o los asentamientos judíos, sino contra el hecho de que no les dejen pegarse la fiesta. En fin, que “la botella de whisky, ni tocarla” (sic).

Tecnocratismo boloniano

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Los más patrióticos seres españoles y aquellas y aquellos que todavía hoy añoren la caspa franquista de los años 60, oirán en la palabra tecnócrata un sonido de crecimiento económico y aumento del nivel de vida. Un momento en el que el régimen pareció abrirse en libertades. Nada más lejos de la realidad. Es cierto que hubo crecimiento, pero el autoritarismo siguió campeando a sus anchas por la península hasta la gloriosa muerte del dictador.

Más adelante, el tecnocratismo –regido por el principio de la efectividad- impregnó todos y cada uno de los rincones de la vida económica de la inaugurada sociedad de consumo, sintonizando a la perfección con las aspiraciones del capitalismo de mercado y, aún a día de hoy, continua ese auge tecnocrático en todos los niveles de la vida. Un claro ejemplo es el caso de los nuevos planes para la enseñanza universitaria. Al parecer, aquellos que controlan los mandos de la economía han decidido que la producción universitaria era ineficiente; que no se trabajaba lo suficiente que las universitarias y universitarios sólo perdían el tiempo, estudiando, sí, pero ¿pensando?

La sociedad es, a día de hoy, gobernada por criterios técnicos, porque son ellos los que nos permiten ser eficaces. Y ¿quién no quiere ser eficaz? Ello supone utilizar pocos recursos y conseguir un objetivo satisfactorio. La teoría, así, es condenada al ostracismo. Lo importante es pensar las cosas el menor tiempo posible, porque “el tiempo es oro”, y, en esta sociedad de las prisas continuadas, un segundo perdido es un segundo desperdiciado, muerto. Por todo ello, carreras como filosofía, filología o historia están destinadas a desaparecer de la faz universitaria. Licenciaturas en las que los estudiantes se dedican a pensar, a reflexionar sobre el pasado y sobre las diferentes formas de entender la vida. La pregunta que parecen haberse hecho los tecnócratas es ¿para qué?

¿Para qué? La finalidad, la productividad, de nuevo, una vez más. Con la eliminación progresiva de la filosofía –ciencia de ciencias, disciplina de disciplinas, saber de saberes-, la humanidad parece estar condenada a su eterno fracaso, en términos morales. Una sociedad que no se detiene a pensar un solo minuto, sino que, es más, considera que reflexionar acerca de su propia vida, el no hacer nada, es “perder el tiempo”, no es una sociedad democrática, ni mucho menos. El Estado quiere cuerpos de dóciles esclavos y lo cierto es que lo está consiguiendo, priorizando la práctica y condenando la reflexión crítica hacia el infinito.

¿Qué hacer ante esta situación de apariencia catastrófica? No dejarnos engañar. Luchar por el hecho de que las Humanidades no desaparezcan de los planes, porque lo cierto es que lo están haciendo, y cada vez más nos obligan a desplazarnos hacia disciplinas orientadas al mercado: las que venden realmente. Cabe cambiar la pregunta ¿para qué? por un ¿por qué? Y ese porque no puede responderlo otro por nosotros, porque debe ser nuestra decisión. La precariedad en los campos que atañen a las humanidades es cada vez mayor, y con ello, el tecnocratismo se ve reforzado continuamente. Un criterio uniformador de conciencias y obediencias que no hace más que reforzar la idea de que existen elementos fascistas presentes en toda sociedad democrática, como ya reflexionaron en su día los investigadores de la Escuela de Frankfut.

El emperador del mundo

Tras la salida del gobierno de W, Barak Obama ya es presidente de la Casa Blanca. Será difícil su mandato, afrontado en mitad de una crisis mundial, financiera y económica, sin precedentes hasta la fecha. Es quizás por eso que, de las entrañas de la población mundial, un fulgor de esperanza amanece para creer en su nuevo Mesías. Y es que, en la nueva religión de la era globalizada, Obama es ese Dios supremo que encarna las máximas virtudes de los hombres y de las mujeres –esas a las que la mayoría nunca alcanzaremos-. Se trata, por tanto, de un ser omnipresente y omniabarcante, con poderes divinos y milagros escondidos tras los puños.

Ante la desesperación global de un mundo cada vez más individualizado e individualizador, donde el dinero ha alcanzado tal punto de dependencia humana que, todo gira a su alrededor, todas las esperanzas de cambio se depositan sobre la figura del máximo mandatario estadounidense. A él se le pide que pare el calentamiento global, que detenga la crisis económica, que ayude al desarrollo de los países pobres, que propague la democracia alrededor del mundo, que mantenga a raya a Rusia, que reduzca las tasas de pobreza mundiales, que ponga freno a la CIA y a sus prácticas ilegales contra los terroristas islámicos, que otorgue la máxima seguridad al mundo y a los EE. UU, restableciendo su dignidad, y que ponga fin a las guerras abiertas por todo el mundo. En conclusión, este señor no puede dormir por las noches. La carga le pesa, y ya sería de aplaudir que cumpliese tres o cuatro de las anteriores propuestas.

En este imperativo ideológico, poder no es querer, y, si bien será imposible que Obama cumpla con la mitad de las esperanzas antes citadas, no estriba ahí el problema. La cuestión es la hipocresía de una población que se ha acostumbrado a delegar y, ya puestos, delega todas sus proyecciones solidarias internacionales en la figura de un solo hombre. La dependencia política que hemos alcanzado es espectacular, y necesitamos a un mandatario fuerte para sentirnos algo, nos han impuesto la autoridad suprema desde siglos y ahora la necesitamos como la noche al día para sobrevivir. Somos abejas, únicamente producimos y callamos, bajo el mandato absoluto de la abeja reina.

Obama es el nuevo césar del Imperio, y su celebración de inauguración del mandato –que ha costado 180 millones de dólares- ha sido el rito de máxima audiencia en todo el mundo. El emperador Obama gobierna al mundo globalizado, convertido en un único país pragmático, de pensamiento unicista, que necesita su figura estelar para desarrollarse. No será difícil su mandato, por otro lado, teniendo en cuenta los logros de su predecesor. Un dios que salió caducado, defectuoso, y que ya ha sido declarado el peor presidente de la historia.

El problema, repito, estriba en querer que Obama represente a toda la humanidad, cuando sólo ha sido elegido por los y las estadounidenses, para su representación, y, como tal, velará por el buen funcionamiento de su país, Estados Unidos. Es un error centrar las esperanzas del resto del mundo en su persona, porque con ello no hacemos más que revocar al imperialismo norteamericano, ése en el que no es su presidente el que gobierna, sino las empresas y la CIA. Por el momento, el emperador ya se ha posicionado favorablemente a Israel, justificando los ataques contra los terroristas de Hamás (éstos han matado 14 israelíes, los últimos a más de mil palestinos) y perseverando su continuidad en Afganistán. Juzguen ustedes mismos.

Si la democracia es el menos malo de los modelos probados hasta la fecha, el mandato de Obama seguramente sea el menos malo. Pero de ahí a pontificar que los problemas del mundo se solucionarán va un trecho. El imperialismo continuará, como continuó con Kennedy o con Clinton, y la sanidad seguirá siendo restrictiva porque las empresas así lo piden. A pesar de todo, la campaña demócrata ha conseguido su objetivo: ilusionar globalmente y convertir a su candidato en líder mundial, revocando de esta suerte la hegemonía estadounidense a la que tanto nos han acostumbrado. Causa de ello es un egocentrismo vanidoso de consecuencias devastadoras en lo que llevamos de historia. Con lo único que me conformaría es con que no hubiera nuevas guerras.

El doble rasero de la impunidad internacional

Cuando los líderes internacionales y responsables de la ONU proclamaron el fin de la esclavitud, cuando por fin aceptaron reconocer la independencia de los países pertenecientes al llamado Tercer Mundo, no pudieron evitar sonrojarse. Y es que han pasado décadas desde esas primeras proclamas y no es necesario mucho esfuerzo para constatar el grado de sometimiento en el que los países ricos mantienen a estas regiones.

Con la llegada de la globalización económica se antojaba el final de las marcas como tales, de la publicidad agresiva y sin barreras, cuyo auge había tenido lugar en los años cincuenta. Este nuevo período suponía que, si una empresa quería seguir aumentando sus beneficios, no tenía otra opción que competir con el resto de marcas en un entorno global. Y ciertamente, esta opción muy pocas empresas se lo pueden permitir. De esta forma, solamente las más grandes (Nike, Coca-cola, Mattel, etc.) dieron el salto hacia el mercado transnacional. El método para aumentar sus beneficios resultaba claro: construir sus multinacionales en las regiones más empobrecidas del planeta para poder pagar a sus trabajadores los sueldos más bajos posibles.

Con el amparo de la legislación internacional y de los Estados de los que estas empresas provienen, niños de diez años, mujeres embarazadas e incluso ancianos conviven en las fábricas de Taiwan, Bangladesh, Kenia o Indonesia por menos de un euro al día. Explotación, colonialismo, trabajo esclavo. Hay muchas formas de denominarlo, pero la cuestión es que estas atrocidades se siguen cometiendo en pleno siglo XXI. Comprar unas zapatillas en Nike fabricadas en Indonesia implica el conocimiento de que han sido hechas por un hombre o una mujer en una situación de esclavitud.

Y así es como las grandes empresas globalizadas continúan haciéndose ricas en tiempos difíciles. Los niños más pobres de la tierra trabajan duras jornadas laborales para construir aquellos juguetes que serán disfrutados por los de las clases medias y altas, recibidos como regalo a precios miserables, en comparación con aquello que sus fabricantes han realizado.

El doble rasero de estas actividades es quizás la excusa perfecta que ayuda a seres sin escrúpulos a justificar sus actividades despreciables. Todavía son muchos economistas los que siguen insistiendo en que las empresas extranjeras traen beneficios a los países pobres. Si ciertamente los traen, ¿dónde están los beneficios? Quizás no se den cuenta de que los bajos impuestos y los míseros salarios para nada ayudan. Tampoco ayuda el hecho de que sea la CIA y algunos políticos los que mantengan determinados regímenes en los países pobres que acaparen todas las ayudas e impidan que los recursos lleguen a todos. Sucede en el Congo, donde las influencias norteamericanas han generado innumerables conflictos que impiden la estabilidad.

Por otro lado, y hablando de dobles raseros, está también el que le introducen a la globalización. ¿Cómo vamos a oponernos? Oponerse a la globalización es como oponerse a la libre circulación de personas por todo el mundo. Falso. A lo que nos oponemos los que formamos parte del mal llamado movimiento antiglobalizacíon es a la conversión de los individuos en mercancía a nivel global, a la impunidad de las empresas que establecen una dictadura del mercado de efectos esclavizadotes, al ansía sin límites de aquellos que ven a la apertura de fronteras y al libre comercio como un retorno a las políticas colonizadoras y de dominación.

Mercantilización

Hay días que se podrían resumir con una palabra clave. Se trata de un sustantivo, adjetivo o adverbio que aparece tantas veces durante el transcurro del mismo que parece que vivimos en un guión de cine empeñado en transmitir algún mensaje absurdo a los telespectadores. Esa palabra es omnipresente, aparece por doquier, aunque quizás nunca antes la hayas oído hasta ese mismo día. En las conversaciones con amigos, en la televisión, en la prensa, el la universidad. Hasta en la sopa. Pues bien, la palabra clave de hoy ha sido mercantilización. No sé si será una especie de señal o algo así, pero realmente asusta.

Los mercados existen desde que el hombre es hombre, la mujer, mujer y viceversa. La diferencia de los mercados primitivos con los de hoy en día es que entonces se intercambiaban productos necesarios para la vida, mientras que hoy, todo es un producto, y, por lo tanto, todo se mercantiliza. Tan sólo hay que ver los primeros diez minutos de esa frivolidad elitista llamada Sexo en Nueva York para comprobar como la conversión en mercancía del mundo ha llegado hasta el sexo (que no amor). Hombres y mujeres transformados en carroña sexual para el disfrute pasional de unas pocas horas. La importancia ya no está en la calidad, sino en la cantidad. Variedad, frivolidad, novedad. Conceptos asociados a nuestra palabra clave de hoy y también al mundo de las necesidades actuales.

El sistema capitalista –ese que no perece ni aunque cien mil banqueros se desplomen ante él- es, en buena medida, culpable de esta situación a la que asistimos diariamente con una pasividad preocupante. Todo es susceptible de ser comprado y vendido, y los famosillos que inundan la televisión son una buena muestra de ello. Lo peor es que la gente los compra, a pesar de que sean delincuentes o, simplemente, sinvergüenzas sin oficio ni beneficio. Otra prueba de la mercantilización es la educación, el auge de lo privado. El plan Bolonia, sin ir más lejos. Se diga lo que se diga desde las posturas institucionales –las más dedicadas a la compraventa de todas-, el llamado plan de Estrategia 2015, llevado a término por el actual gobierno “socialista”, no es más que una intromisión -con todas las letras- de las empresas en la vida universitaria, que dejara de ser filosófica para ser crematística. Sí, es cierto, los universitarios buscamos una posterior salida laboral, como todo hijo de obrero. Pero, ¿sólo buscamos eso en las facultades? ¿Acaso no son las únicas que pueden dotarnos del tiempo y los medios necesarios como para cultivarnos, fomentando la reflexión crítica, esa que puede permitir construir un mundo mejor? Se encienden las alarmas de Bancaja. ¿Pensamiento crítico? Dios mío, llamen al Gran Hermano y a la Policía del Pensamiento ¡ya!

Una última reflexión que no me deja dormir por las noches. Si como afirman en Sexo en Nueva York, las relaciones superficiales y del hoy te he visto y mañana no me acuerdo priman en la sociedad postmoderna actual, ¿dónde queda el amor? La respuesta es clara: no queda en ningún sitio, porque realmente es lo único que queda. Amar en tiempos revueltos es la única actividad plenamente no mercantilista, el único acto de rebeldía que el sistema no puede absorber, como hace con todo. Creer en él no es sólo creer en el ser humano y su salvación, sino pensar en una sociedad mucho más igualitaria, donde la economía quede desterrada hacia el infinito de los problemas modernos. No piensen en esto como una utopía irrealizable porque no lo es. Dejen el prozac de una vez por todas y amen, amen con todas sus fuerzas. A sus hijos, a sus vecinos, al mendigo al que nunca da limosna. Sus médicos se lo agradecerán.