Archive for novembre, 2009

Benvingunts al paradís

Els diumenges son dies tristos per als que vivim en un poble i alhora estudiem en la universitat. Abandonar eixe petit paisatge on t’has criat és sempre un esdeveniment gris, tot i que siga tan sols per una setmana de duració. No és patriotisme el que sentim, sinò una sensació de deixar darrere una porció de la vida -la feliç infantesa- que ens va abandonar irremediablement ja fa un temps. És una nostàlgia dels carrers buits, de la pau constant, de la tranquilitat que ho inunda tot com l’aigüa al mes de maig. Són les muntanyes, tan properes, la natura verge que et fa respirar la llibertat amagada en l’aire pur. És el sentiment de conéixer tot el territori palm a palm, fins i tot cadascú dels veïns i les veïnes.

Tota eixa gama d’emocions l’hem deixada darrere, tot i que no vullgam reconéixer-ho. I ara ens penedim de no haver gaudit quan tocava, quan encara podíem. Perque la paradoxa és que, mentre no eixíem d’aquest acollidor paratge, no ens donàvem compte de les seues meravelles, que fins i tot avorríem, i volíem deixar darrere, avorrits d’un panorama tancat que ens oprimia. Pero amb una setmana en la ciutat, tot això canvia. Diuen que no ens donem compte del que tinguem fins que ho perdem, i amb el canvi del poble a la ciutat això pareix una profecia autocumplida.

Quan arriben els dilluns, no ens volem despertar. Ens trobem ja a València i, quan eixim al carrer, ens sentim com Derzu Uzala, perduts en un panorama que ens queda massa gran. Els arbres han canviat per la parsimoniosa acritut dels enormes edificis, que s’alcen com a malformacions aberrants per a la vista. L’aire es torna embarrat pel diòxid dels cotxes i no som capaços de parlar amb les persones ni en els ascensors. Jo ni conec a qui viu en la porta del meu costat, en el pis de lloguer on visc. Com pot ser això? L’individualisme ens aterra, perquè hem estat acostumat, des de xiquets, a jugar al carrer, a estar envoltats de gent per tots els costats. I ara ens encarem a una soledat imposada per la distància i la pressa de la vida urbana.

Ens podrem acostumar a eixe canvi, amb el pas dels anys, però mai oblidarem els paratges on vam créixer. Sempre -en el fons del nostre esperit- desitjarem que arribe el dia que ens toque tornar al nostre poble, eixe xicotet món de fantasia on tot pot convertir-se en realitat. Un món que sempre serà nostre, no com la ciutat, que se’ns rebel.la al.liena. I quan vislumbrem a l’hortizó les muntanyes, sabrem que hem arribat, per fi, al nostre particular paradís.

La deuda del mundo con América Latina (I): Colombia

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De todos los países maltratados del continente americano, seguramente Colombia es el que sale mejor parado en la prensa occidental. Si bien todas las informaciones de los grandes medios de comunicación suelen estar enfocadas claramente contra las políticas de los países socialistas, Colombia se enmarca en un marco áureo donde sin duda alguna la interpretación no se ajusta para nada en la realidad sociopolítica de un país que ocupa el quinto puesto del continente en el número de personas hambrientas, según la ONU. En España, por ejemplo, ese apoyo injustificado (que no tienen Venezuela o Bolivia, por ejemplo) se debe a dos motivos fundamentalmente. En primer lugar, los intereses empresariales de los principales grupos mediáticos. PRISA, por ejemplo, es el propietario de El Tiempo, el periódico más importante de Colombia, así como de la emisora más escuchada, Radio Caracol.

En segundo lugar, el hecho de que el país gobernado por Álvaro Uribe cuente con el apoyo institucional de Estados Unidos también es un motivo de fuerza. Un nombre, el de Uribe, que parece ser la pieza clave para la consolidación de Colombia como el bastión de la política norteamericana. Así es como se comprende la decisión de instalar ocho bases militares de la gran potencia mundial en territorio colombiano. Una clara apuesta de Obama (nobel de la paz) para vigilar de cerca las políticas antiimperialistas del venezolano Hugo Chávez y sus aliados. Los medios dominantes, por supuesto, a penas han hablado del impacto de esa militarización en un país ajeno, y se han centrado en maximizar las declaraciones de Chávez sobre la amenaza de una guerra con Colombia, totalmente sacadas de contexto para presentar al presidente como un incontinente verbal belicista, en su tónica.  Pero si preguntamos a cualquier ciudadano español sobre el por qué de esas declaraciones, seguramente se encoja de hombros.

Pero ¿qué es lo que ocultan los medios sobre Colombia? En primer lugar, su economía. Es común que diarios como El País o El Mundo publiquen artículos aludiendo a una supuesta bonanza económica del país, frente a un silenciamiento de los logros económicos de los países con regímenes bolivarianos. Nada más lejos de la realidad. Los datos de la OMC aseguran que en Colombia existe una pobreza del 51,5%, un paro del 11,6% y un salario mínimo de 170 euros (en Venezuela es de 286 dólares). Además, 4 de cada 100 empleados cobra menos de esa cantidad.  El 27% de los colombianos viven con menos de un dólar al día y 10,8 millones están en la indigencia (según el último informe de la Comisión de Estudios Económicos para América Latina, un 2,7% en este año más respecto a 2008). Un país con tierras de calidad y cantidad como para nutrir a toda América Latina que, sin embargo, es víctima de una política caciquista basada en un modelo fuertemente bipartidista (se alternan constantemente liberales y conservadores en el poder) y que no da opción a los partidos de izquierda o a los socialdemócratas.

Precisamente cuando Unión Patriótica –el primer partido de izquierdas que trató de presentarse a las elecciones- se formó, se produjo una represión política que condujo a su desaparición forzada. A raíz de esa imposibilidad de actuar en las urnas, nacieron dos grupos armados, en los años 60, con el objetivo de imponer por la violencia lo que pacíficamente es imposible. Precisamente, las FARC y el ELN (Ejército de Liberación Nacional) se han convertido ahora en las cabezas de turco de todos los males de Colombia. Todos los problemas tienen su raíz, según los medios, en dichas bandas organizadas, que nacieron con la intención de proteger a los campesinos de las políticas de exterminación impuestas por el gobierno. Se les imputa todo tipo de atentados, aunque ellos mismos los nieguen.

Precisamente para reprimir a la insurgencia surgen a finales de los 70 los primeros grupos paramilitares, promovidos por Uribe, cuando era todavía alcalde de Medellín. Organizados principalmente por terratenientes y grupos emergentes de narcotraficantes, para que prestaran seguridad a los cultivos de coca e intimidaran y atentaran contra sindicalistas y líderes populares. Numerosos dirigentes políticos fueron asesinados. Entre 1986 y 2008 hubieron un total de 2.669 asesinatos.

Actualmente, se vinculan 68 congresistas con el paramilitarismo, lo que pone en duda la legitimidad del congreso. Desde que Uribe llegó al poder, en 2002, su promesa de mayor seguridad mediante el fortalecimiento del ejército y las armas está consolidándose como la mejor forma de propaganda para lograr el apoyo estadounidense. Ese supuesto aumento de la seguridad, según los medios, se traduce en cuatro millones de desplazados despojados de sus tierras y en más de 10.000 desaparecidos. Sin embargo, los medios españoles silencian constantemente estas cifras, en contrapartida con lo que sucede con los datos de los exiliados cubanos, que no dudan en magnificar y resaltar continuamente.

Por lo tanto, el de Uribe es un gobierno construido sobre la base de una represión sanguínea contra el movimiento obrero y los líderes sindicales, una explotación desigual de los recursos de los agricultores y una pobreza sólida contra la que las medidas efectivas brillan por su ausencia. Colombia es, además de la gran aliada de Obama en Latinoamérica (por su condición de país conservador y receptivo a sus políticas), una dictadura camuflada donde el terror del paramilitarismo es el pan diario con el que se topan sus ciudadanos y ciudadanas, forzados aun sistema político que a penas les representa y donde los narcotraficantes campan a sus anchas con la inhibición intencionada de las instituciones.

Ante las vagas promesas, soluciones urgentes

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Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis. Otro niño más ha muerto en el mundo por desnutrición. Cuando escribo esto la medianoche amenaza con volver. El término del día arroja una cifra todavía más agobiante: a lo largo de estas 24 horas habrán muerto un total de 72.000 personas en el mundo por esa misma razón: la falta de alimentos. Carencia que no es tal, o que, al menos no debería serlo. Basta con una visita a cualquier supermercado para darnos cuenta. Un vistazo por el recorrido de los alimentos, desde que se recogen hasta que se desechan. O, simplemente, un paseo por el territorio forestal: decenas de frutos se quedan en los árboles porque “no resulta rentables recogerlos”. De entre los que tienen el privilegio de ser recolectados, un gran porcentaje es retirado por no encontrar su sitio en el mercado.

Mercado, rentabilidad, desecho. Tres términos muy unidos, entrelazados en la cadena de desesperación que supone el sistema capitalista para un tercio del planeta. Ese tercio corresponde a un grupo de personas que son tratadas por el resto como desechos de los que se puede prescindir fácilmente. Son la escoria, los parias, aquellos que no encontrarán nunca cabida en el planeta, porque alguien ha decidido que así sea. Ellos tienen que existir para que el primer mundo exista. Para que los banqueros reciban sus ayudas ante la crisis, como bien ha resaltado Lula, son necesarias esas 72.000 muertes diarias. Lo más prescindible son, sin embargo, cumbres como la de la FAO, que comenzó ayer en Roma  con promesas vagas y notables ausencias. Ni Zapatero ni Obama estaban en la mesa. Éste último se encontraba más ocupado negociando con China sus intereses económicos de crecimiento continuado.

El crecimiento. Esa lacra necesaria en la economía de mercado, causante de los “daños colaterales”, medioambientales y humanos. Algunos de esos hambrientos famélicos deciden huir de su país y tratar de retornar al primer mundo. Si les dejan pasar, se agrupan en guetos, donde siguen siendo lo mismo: parias olvidados, residuos humanos de la modernidad que más valiera que no hubieran nacido. Si no logran franquear las enormes alambradas de nuestro bienestar, son retornados o encuentran por fin su merecido final: la muerte en el mar o en las costas. Y con esa vergüenza pueden vivir los grandes líderes del mundo, esos políticos cargados de promesas y vacíos de sentido. Una vez más, pueden los intereses. Y el interés primordial de las grandes potencias no pasa por aumentar su ayuda al desarrollo (anclada en ese vergonzoso 0,7) o destinar algo de dinero para esas 1.020 millones de euros que, según la FAO, pasan hambre en el mundo. El interés no es decrecer, que sería la única alternativa factible para hacer retroceder la pobreza y el deterioro del medioambiente.

Mientras Occidente se desentiende del hambre en el mundo y apuesta por las ayudas a las entidades financieras y a las grandes empresas –que fomentan el deterioro de los países pobres con la descentralización de su producción-, nuevos residuos humanos se abocan sin remedio al cubo de los desperdicios. Los 20.000 millones de euros que prometió el G-8 no están ni mucho menos garantizados, Italia ha reducido su ayuda en un 50% y la indigencia aumenta día tras días, incluso en los países ricos. No es posible transmitir esperanzas mientras el sistema capitalista siga vigente. Hay que ser realistas, pedir lo imposible. Y no podemos pedir lo imposible mientras sean los gobiernos del primer mundo los que decidan sobre todo el planeta. No puede ser Obama el que influya en la política de los países pobres. Tenemos que ser nosotros, los ciudadanos, los que ayudemos a derrocar el sistema de desigualdades e injusticias, perpetuado durante siglos.

Los otros muros

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Esta semana, el mundo entero ha estado de celebración. El motivo: el vigésimo aniversario de la caída del muro que separaba la sociedad capitalista de la soviética, establecido en Berlín, y derrumbado tal día como ayer, 9 de noviembre de 1989. Una vez derrumbada la barrera arquitectónica, desde los mass media se quiso transmitir la percepción de que una nueva etapa de la historia terminaba. Fukuyama, un aséptico investigador pagado por el gobierno, anunció entonces el fin e las ideologías, y se quedó tan campante. Nos quisieron vender la moto, y muchos se la compraron. Y se quedaron empeñados con el negocio. La pretensión era clara: eliminar toda sombra de oposición al discurso institucionalizado del capitalismo como salvador. Había ganado una guerra eterna y, como reza el dicho, son los ganadores los que escriben la historia. El primer capítulo rezaba esa conclusión: el comunismo ha muerto.

Hoy, el libro se ha completado un poco más y, en cada aniversario se añaden nuevos bulos para magnificar la historia. Y no nos engañemos, todos los amantes de la libertad queríamos que cayera el muro, que se derribaran las fronteras. Una forma de perversión de las ideas marxistas había terminado, por fin. Creyeron en vano, sin embargo, que los países del este iniciarían un camino hacia la luz, sin límites. Cuánto se equivocaban. Desde entonces, las guerras han azotado a un territorio maltratado y olvidado por todos desde el principio de los tiempos. Rusia agoniza, con una sociedad donde gobierna el crimen organizado y la coacción de la libertad de expresión. Yugoslavia, Kosovo, Serbia y un largo etcétera todavía tratan de sobrevivir a unas guerras sangrientas que dejaron atrás miles de muertos y familias descompuestas. En la otra parte, en occidente, poco ha cambiado también. Estados Unidos sigue siendo considerada como la gran potencia –a través de ese repulsivo paternalismo que nos caracteriza-. Muerta la URSS, centró desde la caída del muro su combate contra un nuevo enemigo, para realzar su condición de dios de las naciones: el terrorismo, al que patrocinó primero para luego justificar sus ataques.

Todos hemos sido testigos de la avalancha informativa con motivo de esta celebración. Una típica actitud de los medios de comunicación de masas para desplazar de su agenda settingotros temas mucho más importantes que una sencilla efeméride, alrededor del mundo. Mientras Angela Merkel y compañía hacían el paripé mediático en Berlín, muchos otros muros, decenas, siguen alzados ante la pasividad institucional. Muchos de ellos, resultan irreconocibles para la mayoría de personas. Las barreras están ahí, a veces son más grandes que el propio muro de Berlín, pero el silencio es contundente y conjunto si nos limitamos a contemplar las noticias de los medios convencionales.

Es necesario saber, sin embargo, que mientras se malgasta tinta con una celebración efímera, decenas de inmigrantes mueren cuando tratan de cruzar las barreras que se alzan en Ceuta y Melilla, trazando una frontera mucho más cruel que la que separaba los dos mundos de la guerra fría: la frontera que marca la riqueza o la pobreza. Ese mismo propósito trata de separar México y Estados Unidos: el hambre de Latinoamérica con la prosperidad hipócrita norteamericana. El de Cisjordania, por otra parte, es fruto de una kafkiana historia de xenofobia y mal uso de los Estados: la historia de cómo un país (Israel) surge de la nada y se limita a marcar fronteras con Palestina. Una separación vergonzosa que marca las relaciones entre ambos países, el miedo y el odio hacia los que son diferentes, por el simple hecho de profesar una religión distinta. En el Sáhara ocurre algo parecido: Marruecos deniega su autodeterminación al compás de la represión continua y la condena al olvido perpetuo. En Río de Janeiro, vergonzosa ciudad que acogerá los futuros juegos, una muralla enorme separa igualmente a los ricos de los pobres. Las inconmensurables fortunas de los que más tienen, con sus chalés de lujo de las favelas gobernadas por narcotraficantes despiadados. Por último (aunque hay más), también hay un muro construido por la Unión Europea (esa que tanto se vanagloria de la conquista de libertades y democracias) en Polonia, en su frontera oriental, para cerrar el paso de los ucranianos.

Todos esos muros son en realidad la representación física de una gran barrera mental que nos impide avanzar como seres humanas: es la frontera que separa la solidaridad del egoísmo, la tolerancia del racismo… El muro que marca el capitalismo y que expulsa de él todo aquello que no le conviene, sigue en pie. Mientras él exista, las divisiones desiguales entre personas continuarán vigentes.

¡Prohibido prohibir!

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La multa se ha puesto de moda. No es que antes no se cometieran infracciones o no hubiera policías dispuestos a alegrarnos el día. Pero lo cierto es que cada vez se ponen más sanciones en nuestras calles. Las malas lenguas asegurar que, en épocas de crisis –como la actual- esa cantidad aumenta todavía más de lo previsto. ¿Mecanismo recaudatorio? ¿Dónde? Y no me refiero únicamente a las sanciones que se emiten en las carreteras, sino sobre todo a la modalidad que se ha puesto más de moda: la oleada de multas en la vía pública.

Dicen que las calles son de todos. Pero mienten. Si te aburres y, por una de aquellas, se te ocurre bajar y ponerte a tocar el acordeón en la acera, para distraer a otros con tu música, te pueden llegar a caer 700 euros de multa. En los últimos meses, esta variedad de infracción, la cometida por personas que escogen la música en la calle como forma de vida, ha producido, sobre todo en Valencia, infinidad de casos multados. Urgente parece la necesidad –propuesta por el PSPV y que se encuentra en funcionamiento en ciudades como Barcelona- de crear zonas alternativas donde los músicos y otros artistas puedan ejercer sin necesidad de abocarse a la ruina por ello.

Pero aquí la verdadera cuestión es otra. ¿Cuál? La libertad. Es lo que nos atañe, la verdadera razón de ser de la raza humana, que parece en un auténtico retroceso por otro elemento que parece ser justificación para coartarla: la seguridad. Hoy en día, muchos y muchas están dispuestos a renunciar a cualquier cosa –vendiendo el alma al diablo si se hace preciso- por obtener un poco de seguridad. Es curioso como en una sociedad tan segura como la nuestra –si la comparamos con otras regiones del planeta- el miedo sea un componente fundamental asociado a la cultura. ¿De qué tenemos miedo, si la mayoría de nuestros días transcurren sin ningún sobresalto y las situaciones en las que estemos en peligro brillarán por su ausencia durante toda nuestra vida? ¿No será este un miedo creado por los mismos que nos venden la moto de que es necesaria más seguridad? Vemos continuamente, en los telediarios, todo tipo de crímenes e ignominias, ¿será por eso?

La alarma cunde, el pánico aprieta, necesitamos tanta seguridad que nunca es bastante. Instalados en una comodidad que termina por ahogar, no tenemos límites en nuestra saciedad. Si hay que restringir libertades, se restringen. De eso van las nueva “Ordenanzas de policía y buen gobierno” que, como una oleada, la mayoría de municipios está aprobando sin cuestionar ni un solo punto. Este documento –cuyo título más bien parece sacado de algún reglamento franquista- supone el traslado de la legislación opresora que se efectuaba en las grandes ciudades. Tocar en la calle, por ejemplo, tampoco será posible en un pueblo. Actos como pintar fachadas, colocar carteles o repartir octavillas en la vía pública son considerados actos graves cuya multa sobrepasa los 300 euros –curioso, encontrándonos en la época en la que más publicidad anida impunemente en todos los lugares públicos-.  Incluso la acción de “hablar a voces” es motivo de sanción. ¿Adonde iremos a parar? ¿Acaso son igualmente aplicables las leyes de las ciudades a los pueblos de 2.000 habitantes?

La vida en un pueblo está marcada por los gritos en las calles, la música en las calles, las cajas de fruta en las aceras (algo que también queda prohibido con la nueva normativa) y otras acciones tan de pueblo que les dan a nuestras localidades ese aroma de ser lugares de convivencia, naturales, no de ordenes impuestos donde al final no podremos ni respirar. Lo que hacen, además, estas ordenanzas, es limitar la convivencia –aunque parezca antitético-. En caso de conflictos, antes eran los vecinos los que, en pequeños corrillos, debatían sobre la solución de los conflictos. Ahora la humanidad se pierde, en detrimento de un auge autoritario de los poderes policiales, que tienen ahora más potestad que nunca. Es lo fácil, llamar a papá-Estado para que nos resuelva la papeleta. Así vamos, menguando nuestra autonomía por momentos, para convertirnos en tristes vegetales que sólo servirán para trabajar y ver la televisión.